martes, 7 de junio de 2011

Los links

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Cuento de Ines Arredondo "en la sombra"
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cuento de Elena Garro "la culpa es de los tlaxcaltecas"
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La verdad de Ines Arredondo
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Elena Garro
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Ines Arredondo (Biografía)
http://www.jornada.unam.mx/2006/09/17/sem-elena.html
Elena Garro (biografía)

Reseña: La semana de los colores

La Semana de colores
Elena Garro

Nace en la ciudad de Puebla el 11 de diciembre de 1916. Pasó su infancia en Guerrero.
En 1936 ingresó a la facultad de filosofía y letras en la UNAM, ahí se desempeño como coreógrafa del teatro universitario dirigido por Julio Bracho.
En 1937 se casó con Octavio Paz. El mismo año viajó a España en plena Guerra Civil.
En 1939 nace la única hija del matrimonio, Helena Laura Paz Garro.
En 1941 Trabajo para la Revista Así. En 1945 se va a Nueva York y trabaja como editora y traductora de la revista Hemisferio. En 1957 se dio a conocer como dramaturga. El grupo Poesía en Voz Alta lleva a los escenarios tres de sus obras. En 1958 la Universidad Veracruzana reúne sus obras teatrales.  En 1963 publica su novela Los recuerdos del porvenir, con la que gana el premio Javier Villaurrutia. En 1964 la Universidad de Veracruz da a conocer su colección de cuentos La semana de colores. Las obras de Elena Garro vieron la luz pública a partir de 1980.
Teatro: Felipe Ángeles; Un hogar sólido; Los pilares de doña Blanca; El rey Mago; Andarse por las ramas; Ventura Allende; El encanto, tendajón mixto; Los perros; El árbol; La dama boba; El rastro; Benito Fernández; La mudanza; Parada San Ángel; La señora en su balcón.
Novela: Los recuerdos del porvenir (1963); Testimonios sobre Mariana (1981); Reencuentro de personajes (1982); La casa junto al río (1983); Y Matarazo no llamó; (1991); Inés (1995); Busca mi escuela y primer amor (1996); Un traje rojo para un duelo (1996); Un corazón en un bote de basura (1996).Elena Garro pasó sus últimos cinco años de vida en Cuernavaca. Murió el 22 de agosto de 1998
Elena Garro no pertenecía a esa escuela de lo soez, de lo obsceno, de lo pornográfico y de la violencia que chorrea sangre de los asesinos inútiles etcétera. Elena Garro escribía con belleza estética poesía, (…) En el mundo moderno hay palabras prohibidas como: pureza, bondad, estética, belleza, equilibrio, virginidad, compasión, amor. Todo esto pernea los libros de Elena Garro. (Dialogo con Helena Paz Garro. Pág. 9-10)
En la obra de La semana de colores Elena Garro pinta de una manera tan precisa a la sociedad mexicana, como afirma su hija Helena, su madre no es parte de esa escuela, donde se representaba un México sangriento y vulgar. Pero no se debe pensar que Elena Garro no es realista, su realismo es mágico, retrata un México indigenista lleno de folclor, tradiciones y de muchas injusticias. De éste ultimo,  Elena Garro se involucra demasiado, de tal manera que en 1956 inicio  su activismo en defensa de los comuneros Ahutepec y Morelos, lucho para que se llevara acabo la Reforma Agraria integral. No todas de sus acciones son reconocidas, su mayor y peor hazaña fue casarse con Octavio Paz en 1937, siendo ella muy joven e impresionada por el intelectual, pues bien el matrimonio no fue lo que ella esperaba.
Este activismo y deseos de cambiar su vida personal se ven reflejados en sus cuentos de La semana de colores, ya que, en esta recopilación de cuentos la materia prima es mexicana, una materia que Garro revalora y pone en tela de juicio. Al lado de las injusticias sociales, el hambre, los crímenes, la corrupción y la falta de libertad aparecen las atmósferas fantásticas. Los personajes de sus cuentos son victimas de un destino que no se puede romper, de una clase social que siempre será marginada, Estos cuentos hablan mucho de la vida de la misma Elena Garro. Ya que en los 70´s se tuvo que ir de México, pues los gobiernos de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría aseguraban que Garro tuvo mucho que ver en el Movimiento Estudiantil del 68. A su regreso del exilio de Francia, se instaló en Cuernavaca, en donde vivían humildemente en un pequeño departamento que le prestaba uno de sus hermanos, Elena Garro junto con su hija y 14 gatos veía pasar el tiempo y esperaba el final de su vida que provocaría el cáncer en los pulmones que padecía.
La semana de colores contiene 13 relatos, uno de ellos, “La culpa es de los tlaxcaltecas”, donde Elena Garro indaga, a través de la historia, el tema de la caída de Tenochtitlán, juega con dos realidades, un tiempo actual y un pasado muy remoto. El resultado es la conjunción de dos cosmovisiones que se entrecruzan y fusionan para enfrentarnos a nuestra realidad mexicana mucho más variada y rica.
En “El árbol” y “El zapaterito de Guanajuato”, muestra las injusticias y el racismo padecidos por los desprotegidos de nuestro país, los campesinos, y expone las condiciones de miseria y explotación de los indígenas que emigran a la ciudad en busca de la sobrevivencia. En “Perfecto Luna” nos plasma un personaje que deja de ser victima de los demás, en este cuento Perfecto Luna es victima de sus propios actos. Un cuento un tanto fantástico, humorístico y hasta cierto punto terrorífico.
En El anillo, Camila está condenada a la repetición de su pasado lleno de miserias e injusticias, el destino que no se puede romper, este aspecto es muy reiterativo en los textos de Elena Garro, pero sin hacer sus textos repetitivos o predecibles.
Camila vive todos los días  las humillaciones del cacique que la despoja de su tierra, le mata a su hijo y explotar a su raza para enriquecerse. Además de soportar los golpes del marido borracho,  su existencia es insoportable y no encuentra salida a ese devastador destino.
En “Antes de la guerra de Troya”, Elena plasma la importancia del descubrimiento de la individualidad y del amor. El poder del conocer lleva a  romper la unidad de las niñas protagonistas, que antes de leer La Ilíada eran la misma persona. El conocimiento las separa para siempre, y a partir de eso,  su yo va en  búsqueda del amor. Pero esta separación, su misma individualidad, no sólo conlleva a descubrirse y encontrar lo deseado, el amor, también al saberse solas descubren la soledad. Y se quieren por no ser ellas, porque se dicen: te quiero porque no eres yo, por ser otra.

En el cuento “¿Qué hora es?” como en “Era Mercurio”, Elena Garro reitera que el amor verdadero es saboteado en la realidad cotidiana. En este último irrumpe el elemento sobrenatural en el mundo de poses y arreglos sociales del protagonista.
Lo que tiene más peso en los cuentos de Elena Garro, La semana de colores es esa manera en que se ve la realidad, como ya lo había comentado sus personajes son victimas de abusos, pero no en todos el destino de los personajes es tan cruel. Elena Garro nos da la realidad, pero tanbien con una fuerte esperanza, quizá no en todos los cuentos, esto para que el libro sea un contraste de realidades, emociones y desenlaces. Pero nunca deja de lado la verosimilitud. Gracias a ese estilo se puede apreciar una realidad que gracias a su persistente poder imaginativo aparece siempre renovada.
Elena Garro ha sido subestimada y considerada sólo una autora de género, pero lo que no se sabe apreciar es que de verdad es una gran escritora y que sus obras tienen gran contenido. Eso se puede confirmar con sólo leer un cuento, ahí se muestran distintas formas de contar, manejos de tiempos, de narraciones, personajes y lo más importante  que es un reflejo de que sucedía en su vida, en su nación, Elena Garro se atreve a hablar de algo que nadie pensó que tendría importancia hablar, la explotación del humano.
Elena Garro fue y será una escritora que supo narrar la verdadera esencia del mexicano y lo logro de una forma muy directa y sensible sin necesidad de decir demasiado.

En la sombra

Cada vez, un poco antes de que el reloj diera los cuartos, el silencio se profundizaba, todo se ponía tenso y en el ámbito vibrante caían al fin las campanadas. Mientras sonaban había unos segundos de aflojamiento: el tiempo era algo vivo junto a mí, despiadado pero existente, casi una compañía.
En la calle se oían pasos... ahora llegaría... mi carne temblorosa se replegaba en un impulso irracional, avergonzada de sí misma. Desaparecer. El impulso suicida que no podía controlar. Hasta el fondo, en la capa oscura donde no hay pensamientos, en el claustro cenagoso donde la defensa criminal es posible, yo prefería la muerte a la ignominia. La muerte que recibía y que prefería a otra vida en que pudiera respirar sin que eso fuera una culpa, pero que estaría vacía. Los pasos seguían en el mismo lugar... no era más que la lluvia... No, no quería morir, lo que deseaba con todas mis fuerzas era ser, vivir en una mirada ajena, reconocerme.
Los brazos extendidos, las manos inmóviles, y toda mi fealdad presente. La fealdad de la desdeñada.
Ella era hermosa. Él estaba a su lado porque ella era hermosa, y toda su hermosura residía en que él estaba a su lado. Alguna vez también yo había tenido una gran belleza.
Un ruido, un roce, algo que se movía lejos, tal vez en casa de ella, en donde yo estaba ahora sin haberla pisado nunca, condenada a presenciar los ritos y el sueño de los dos. Necesitaba que su dicha fuera inigualable, para justificar el sórdido tormento mío.
El roce volvía, más cerca, bajo mi ventana, mi corazón sobresaltado se quedaba quieto. Otra vez la muerte. Y no era más que un papel arrastrado por el viento.
Los que duermen y los que velan están en el seno de una noche distinta para cada uno que ignora a todos. Ni una palabra, ni una sonrisa, nada humano para soportar el encarnizamiento de la propia destrucción. ¿Qué significa injusticia cuando se habita en la locura? Enfermizo, anormal... palabras que no quieren decir nada.
El recuerdo hinca en mí sus dientes venenosos; he sido feliz y desgraciada y hoy tiene el mismo significado, sólo sirve para que sienta más atrozmente mi tortura. No es el presente el que está en juego, no, toda mi vida arde ahora en una pira inútil, quemando el recuerdo en esta realidad sin redención, ardido va el futuro hueco. Y la imaginación los cobija a ellos, risueños y en la plenitud de un amor que ya para siempre me es ajeno.
Sin embargo, me rebelo porque sé quién es ella. Ella es... quien sea; el dolor no está allí, no importa quién sea ella y si merezca o no este holocausto en que yo soy la víctima; mi dolor está en él, en el oficiante.
La soledad no es nada, un estéril o fértil estar consigo mismo, lo monstruoso es este habitar en otro y ser lanzado hacia la nada.
Caen una, muchas veces las campanadas. Ya no quisiera más que un poco de reposo, un sueño corto que rompa la continuidad inacabable de este tiempo que ha terminado por detenerse.

Amanecía cuando llegó. Entró y se quedó como sorprendido de verme levantada.
-Hola.
Fue todo lo que se le ocurrió decir. Lo vi fresco, radiante. Me di cuenta de que en cambio yo estaba ajada, completamente vencida en aquella lucha sin contrincante que había sostenido en medio de la noche. Casi quería disculparme cuando dije:
-Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo.
-Pues ya ves que estoy divinamente.
Era la verdad. Y lo dijo con inocencia. Yo hubiera preferido que el tono de su voz fuera desafiante o desvergonzado; eso iría conmigo, sería un reconocimiento, un ataque, en fin, me daría un lugar y una posición; pero no, él me veía y no me miraba, ni siquiera podía distraerse para darse cuenta de que yo sufría. Estaba ensimismado, mirando en su fondo un punto encantado que lo centraba, le daba sentido al menor de sus gestos y a cuyo rededor giraba armonioso el mundo, un mundo en el que yo no existía.
El amor daba un peso particular a su cuerpo; sus movimientos se redondeaban y caían, perfectos. Esa extraña armonía de la plenitud se manifestaba por igual cuando caminaba y cuando se quedaba quieto. Lo estaba mirando ir y venir por la estancia recogiendo los papeles que necesitaría y metiéndolos en el portafolio. No se apresuró y sin embargo hizo las cosas de una manera justa y rápida. Levantó un brazo y se estiró para recoger algo del tercer estante, entonces vi con claridad que lo que sucedía era que para hacer el movimiento más insignificante ponía en juego todo el cuerpo, por eso alcanzaba más volumen y su ademán parecía más fácil. Pensé en los labriegos que aran y siembran con ese mismo ritmo que los comunica con todo y los hace dueños de la tierra.
-Me tengo que ir rápido porque me espera Vázquez a las nueve. ¿Habrá agua caliente para bañarme?
Cruzó frente a la puerta de la niña sin abrirla. Entró en el baño. Un momento después se asomó con el torso desnudo y me preguntó:
-¿Cómo ha estado?
-Bien.
-Bueno.
Cerró la puerta del baño y un instante después lo oí silbar.

Me daba vergüenza mirarlo. Sus manos, su boca: como si estuviera sorprendiendo las caricias. Pero él hablaba y comía alegremente.
Yo hubiera podido mencionarla y desencadenar así algo, pero no me atrevía a hacerme esa traición. Quería que sin presiones de mi parte él se diera cuenta de mi presencia. Mientras me siguiera viendo como a un objeto era inútil pretender siquiera una discusión, porque mis palabras, fueran las que fueran, cambiarían de significado al llegar a sus oídos o no tendrían ninguno.
-Estás muy callada.
-No he dormido bien.
-Yo no dormí nada, como viste, y sin embargo, me siento más animado que nunca.
Su voz onduló en una especie de sollozo henchido de júbilo, como si se le hubiera apretado la garganta al decir aquello. Sentí más que nunca mi cara cenicienta. Tuvo que aspirar aire hasta distender por completo los pulmones y las aletas de su nariz vibraron; estaba emocionado, satisfecho de sus palabras. Dentro de un momento iría a contarle a ella esta pequeña escena. Parecía liberado. La niña, la rutina, yo, todo eso se borró; volvió a quedarse quieto y lleno de luz, mirando hacia adentro el centro imantado de su felicidad. Pasó sobre mí los ojos para que pudiera ver su mirada radiante. Y fue precisamente en esa mirada donde vi que todo aquello era mentira.A él le hubiera gustado que se tratara de una felicidad verdadera y la actuaba con fidelidad; pero seguramente, si no estuviera yo delante siguiendo con aguda atención todos sus gestos, no hubiera sido la mitad de dichoso. Había algo demoniaco en aquella inocencia aparente que fingía ignorar mi existencia y mi dolor. Pero le gustaba eso sin duda, y sentí, como si la viera, la complicidad que había entre aquella mujer y él: la crueldad deliberada. Inteligentes inconscientes, pecadores sin pecado, a eso jugaban, como si fuera posible. No pasaban ni por la duda ni por el remordimiento, y por ello creían que el cielo y el infierno eran la misma cosa.
¿De qué me servía saber todo eso?
Se levantó y fue al teléfono, marcó. Semisilbaba nervioso o impaciente.
-Bueno... Sí... No... Ahora salgo para la oficina... Muy bien, hasta luego.
-No vendré a comer. Vázquez quiere que sigamos tratando el asunto después de la junta.
No contesté. Sabía que ya no tenía que fingir que creía ninguna disculpa. Todo estaba claro.

Bajé tambaleándome las escaleras; los ojos sin ver, el dolor y el zumbido en la cabeza.
Cuando llegué al dintel de la calle me enfrenté de golpe a la luz y a mi náusea. Parada en un islote que naufragaba, veía pasar a la gente, apresurada, que iba a algo, a alguna parte; pasos que resonaban sobre el pavimento, mentes despejadas, quizás sonrisas flotantes...
Ahora, a esta hora precisa él estará... para qué pensarlo...

Tengo que ir a la farmacia a comprar medicinas... Existe sin embargo una injusticia... yo podría ser esa mujer, esa aventurera, o ese amor. ¿Por qué él no lo sabe? Toda mi vida desee... Pero él no lo ha comprendido... Y después de la conquista ¿será ella también alguna sin significado, como yo? El sueño de realizarse, de mirarse mirando, de imponer la propia realidad, esa realidad que sin embargo se escapa, todos somos como ciegos persiguiendo un sueño, una intensión de ser... ¿Qué piensa sobre sus relaciones con los demás, con esa misma mujer con la que ahora yace? Es posible que ahora, en este minuto mismo la haya encontrado... ¿entonces?... Ay, no haber sido esa, la necesaria, la insustituible... Un gusano inmolado, no he sido otra cosa; sin secreto ni fuerza, una niña como él me dijo el primer día, jugando al amor, ambicionando la carne, la prostitución, como en este momento; no yo la única, sino una como todas, menos que nadie.

Serían las cuatro de la tarde. El parque tenía un aspecto insólito. Las nubes completamente plateadas en el cielo profundamente azul, y el aire del invierno. No era un día nublado, pero el sol estaba oculto tras las nubes que resplandecían, y la luz tamizada que salía de ellas ponía en las hojas de los plátanos un destello inclemente y helado. Había un extraño contraste entre el azul profundo y tranquilo del cielo y esta pequeña área bañada de una luz lunar que caía al sesgo sobre el parque dándole dos caras: una normal y la otra falsa, una especie de sombra deslumbrante. Me senté en una banca y miré cómo las ramas, al ser movidas por las ráfagas, presentaban intermitentemente un lado y luego otro de sus hojas a la inquietante luz que las hacía ver como brillantes joyas fantasmales. Parecía que todos estuviéramos fuera del tiempo, bajo el flujo de un maleficio del que nadie, sin embargo, aparentaba percatarse. Los niños y las niñeras seguían ahí, como de costumbre, pero moviéndose sin ruido, sin gritos, y como suspendidos en una actitud y acción que seguiría eternamente.
Sentí que me miraban y con disimulo volví la cabeza hacia donde me pareció que venía el llamado. Los tres pares de ojos bajaron los párpados, pero supe que eran ellos los que me habían estado mirando y continuaban haciéndolo a través de sus párpados entornados: tres pepenadores singulares, una rara mezcla de abandono y refinamiento; esto se hacía más patente en el segundo, segundo en cuanto edad, no a la posición que ocupaban en el grupo, porque el grupo se hallaba colocado en diferentes planos en el prado frontero a mi banca.
El segundo estaba indolentemente recargado en un árbol fumando con voluptuosidad explícita y evidentemente proyectada hacia mí como un actor experimentado hacia un gran público; en su mano sucia de largas uñas sostenía el cigarrillo con una delicadeza sibarítica, y se lo llevaba a los labios a intervalos medidos, cuidadosos; sus pantalones anchos, cafés, caían sobre los zapatos maltrechos y raspados, y en la pierna que flexionaba hacia atrás apoyándola en el árbol dejaba ver una canilla rugosa y cenicienta sin calcetines; la camisa que debió ser blanca en otro tiempo se desbordaba en los puños desabrochados dándole amplitud y gracia a las mangas, y un chaleco de magnífico corte, aunque gastado, ponía en evidencia un torso largo, aristocrático; pero todo esto no hacía más que dar marco y valor a la cabeza huesuda y magra, de piel amarillenta, reseca, en la que cuadraban perfectamente la perilla rala de mandarín y los ojos oblicuos y huidizos, sombreados por largas pestañas. Nunca me miró abiertamente.
El mendigo más viejo estaba a unos pasos de él, sentado en cuclillas; sacaba mendrugos e inmundicias del bulto informe y se los llevaba ávidamente a la boca con el cuidado glotón de un jefe de horda bárbara; en algún momento me pareció que tendía hacia mí sus dedos pegajosos con un bocado especial, y me hacía un guiño, como invitándome.
El tercer pepenador, el más joven, estaba perezosamente tirado de costado sobre el pasto,más alejado del sitio en que yo me encontraba que los otros dos; con un codo apoyado contra el suelo, sostenía su cabeza en la palma de la mano, mientras con la otra levantaba sin pudor su camiseta a rayas y se rascaba las axilas igual que un mico satisfecho, cuando creyó que ya lo había mirado bastante, levantó hacia mí los ojos y abriendo bruscamente las piernas, pasó su mano sobre la bragueta del pantalón en un gesto entre amenazante y prometedor, mientras sonreía con sus dientes blancos y perfectos, de una manera desvergonzada.
Desvié la mirada y me estremecí. Me pareció oír un gorjeo, como una risa burlona y segura que provenía del más joven de los vagabundos. No pude levantarme, seguí ahí, con los ojos bajos, sintiendo sobre mí la condenación de aquellas miradas, de aquellos pensamientos que me tocaban y me contaminaban. No podía, no debía huir, la tentación de la impureza se me revelaba en su forma más baja, y yo la merecía. Ahora no era una víctima, formaba un cuadro completo con los tres pepenadores; era, en todo caso, una presa, lo que se devora y se desprecia, se come con glotonería y se escupe después. Entre ellos y yo, en ese momento eterno, existía la comprensión contaminada y carnal que yo anhelaba. Estaba en el infierno.
Impura y con un dolor nuevo, pude levantarme al fin cuando el sol hizo posible otra vez el movimiento, el tiempo, y ante la mirada despiadada y sabía de los pepenadores caminé lentamente, segura de que esta experiencia del mal, este acomodarme a él como algo propio y necesario, había cambiado algo en mí, en mi proyección y mi actitud hacia él, pero que era inútil, porque entre otras cosas, él nunca lo sabría.

La culpa es de los tlaxcaltecas

 Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blnaco quemado y sucio de tierra de sangre.
— ¡Señora!… —suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiese visto nunca.
— Nachita, dame un cafecito…Tengo frío.
— Señora, el señor… el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
— ¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha se puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
— ¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
— ¿No estás de acuerdo, Nacha?
— Sí, señora…
— Y soy como ellos, traidora… dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
— ¿ Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad de traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
— Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
— ¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los camiones vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el Lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones, convertidas con piedras irrevocables, como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió, convencida.
— Así eran, señora Laurita.
— Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
— La culpa es de los tlaxcaltecas— le dije.
Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“— ¿Qué te haces? — me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“— ¿Y los otros? — le pregunté.
“— Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la verguenza de mi traición.
“— Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…
— Ya lo sé— me contestó y agachó la cabeza. “Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía verguenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
“Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
— Hace ya tiempo que no me pega el sol —. Bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
“—¿Y mi casa? — le pregunté.
“— Vamos a verla. me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. “Lo perdió en la huida”, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
” — Ya no camino — le dije.
“— Ya llegamos — me contestó —. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos me arrancó mi vestido blanco.
“— Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas — me dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre. y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
“— Sienpre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho — me dijo—. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
” — Somos tú y yo — me dijo sin levantar la vista —. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“— Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo…por eso te andaba buscando. — Se me había olvidado, Nacha. que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor. .. soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
” — Éste es el final del hombre — dije.
“— Así es — contestó con su voz arriba de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me llevaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
“— A la noche vuelvo, espérame… — suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“— Nos falta poco para ser uno — agregó con su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“— ¿Qué pasa? ¿Estás herida? — me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra se había metido en mis cabellos. Desde el otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos,
“—!Estos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.
“Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran, Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!” La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del Presidente López Mateos.
“— Ya sabes lo que ese nombre no se le cae de la boca — había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor Presidente y de sus visitas oficiales.
— ¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esta noche! — comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
— Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.”
“— Tienes un marido turbio y confuso — me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando un café se levantó a poner un twist.
“— Para que se animen — nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
“Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a…” y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran el cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: “¿En qué piensas? Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! — dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
— Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme? ” Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina por su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo. “¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeran nuestros gritos por algo sería!” Pero, qué esperanzas. Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
“— Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
“—No oímos nada… — dijo el señor asombrado.
“—¡Es él…! gritó la tonta de la señora.
“— ¿Quién es él…? — preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
“— El indio… el indio que nos siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México…
Así supo Josefina lo del indio y se lo contó a Nachita.
“—¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! gritó el señor. Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
“— Está herido… — dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
“— Era un indio, señor — dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
“— ¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y oyó Josefina.
— Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota — dijo Laura con desdén.
— Muy cierto — afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el poso negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café caliente.
— Bébase su café, señora — dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
— Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!” ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos.
“— Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto. Dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.
— Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo tenía ganas de llorar? En ese momento me acordé cuando un hombre y una mujer se aman y no tiene hijos y están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primer marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿adónde?”. Más tarde, cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al café de Tacuba!” Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.
” — ¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! — le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
— En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero. “¿Qué le sirvo?”. Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”, mi primo y yo comíamos cocos desde chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y no habitaré la alcoba más preciosa de su pecho.” Así me decía mientras comí la cocada.
“— ¿Qué horas son? — le pregunté al camarero.
” — Las doce, señorita.
” A la una llega Pablo”, me dije, “si le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puede esperar todavía un rato.” Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un poco brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
” —¿Qué haces? — me preguntó con su voz profunda.
” — Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
” — No tenías miedo de estar aquí solita?
“Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
” — No mires — me dijo.
“Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
“— ¡Sácame de aquí! — le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
” — Éste es el final del hombre — le dije con los ojos bajo su mano.
” — ¡No lo veas!
“Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
“— Duerme conmigo… — me dijo en voz muy baja.
“— ¿Me viste anoche? — le pegunté.
“— Te vi…
“Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos se levantó y agarró su escudo.
“Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas… Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.
“Señorita ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.
“— ¡Insolente! ¡Déjame tranquila!
“Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué..
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
“— ¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
“¿Dónde anduvo, señora?
“— Fui al café de Tacuba.
— Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía “Últimas Noticias”. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que le siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los Estados Unidos de Michoacán y Guanajuato.”
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada.” Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
“— ¡Laura! — gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.
“— ¡Alma de mi alma! — sollozó el señor.
La señora Laurita pereció enternecida unos segundos.
“— ¡Señor! — gritó Josefina —. El vestido de la señora está bien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
“— Es verdad…también las suelas de sus zapatos están ardidas. — Mi amor, ¿qué pasó? ¿dónde estuviste?
“— En el café de Tacuba — contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
“— Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
“— Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
“—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?…¿Por qué traes el vestido quemado?
“— ¿Quemado? Si él lo apagó… — dejó escapar la señora Laura.
“— ¿Él…¿el indio asqueroso? — Pablo la volvió a zarandear con ira.
“Me lo encontré a la salida del café de Tacuba… — sollozó la señora muerta de miedo.
“— ¡Nunca pensé que fueras tan baja! — dijo el señor y la aventó sobre la cama.
” — Dinos quién es — preguntó la suegra suavizando la voz. — ¿Verdad, Nachita que no podía decirles que era mi marido? — preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama había opinado:
“— ¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
— Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana — anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
“— ¡Pobrecito!…¡pobrecito!… — dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
— Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? — preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
— Sí, señora… — Y Nachita, nerviosa escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara acongojada de su madre.
— Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
“— ¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlan — agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laura se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
“— ¡Se escapó la loca! — gritó con voz estentórea al entrar a la casa. — Fíjate Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona, Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió en el automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr el sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
“— ¿Qué te haces? — me dijo.
Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
“— Te estaba esperando — contesté.
“— Ya va a llegar el último día…
Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de verguenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.
“— Vamos a la salida de Tacuba…Hay muchas traiciones… gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas desplazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me miró a mí.
— Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
” — Son las criaturas… — me dijo.
” — Éste es el final del hombre — repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
“Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
“— Traidora te conocí y así te quise.
” — Naciste sin suerte — le dije. Me abracé a él —. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
” — El tiempo se está acabando… — suspiró mi marido.
“Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.
“Falta poco para que nos fuéramos juntos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó las ramas y me hizo una cuevita.
” — Aquí me esperas.
“Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a la gente que huía, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a cortar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se acababa el tiempo. Si mi primo no volvía ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. “Cuando llegue y me busque…” No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. “Margarita ya se debe de haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado”… Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita? , los periféricos eran los canales infestados de cadáveres… Por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido.”
Nachita se acomodó en los brazos sobre la falda lila.
— El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación — explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.
— La que está arriba es la señora Margarita — agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró los cristales de la ventana a las rosas borrada por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
— ¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! — dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
— Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde — dijo.
— Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino — comentó Nacha con miedo.
— Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? — preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
— Son más canijos que los tlaxcaltecas — le dijo en voz muy baja. Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro poquito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.
— ¡Señora!… ¡Ya llegó por usted… — le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en un siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con ojos viejísimos, para ver si estaba todo en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
— Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor — dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
— Ya no me hallo en la casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina. — Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

lunes, 6 de junio de 2011

La verdad de Ines

Inés Arredondo: el presentimiento de la verdad
Miguel Ángel Quemain

Fotografía: Alfredo Rosas Martínez



"Quisiera llevar el hacer literatura a un punto
en el que aquello de lo que hablo no
fueran historias sino existencia, que tuvieran
la inexpresable ambigüedad de la existencia".

Inés Arredondo

Decía Hegel que la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene libre de la desolación sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella en el absoluto desgarramiento. Esa es la imagen sútil, duradera y vigorosa que tengo de Inés Arredondo y su literatura. Ambas poderosas y libres.

Conocí a Inés Arredondo (Culiacán, Sinaloa, 1928, México, D.F., 1989) cuando publicó su tercer libro de cuentos: Los espejos (1988). Para entonces, sólo conocía los cuentos reunidos en Río subterráneo (1979), apenas doce historias que repetía y leí con los amigos más cercanos. El ejercicio periodístico me permitió el acercamiento y ella me favoreció con su amistad. La entrevista y el diálogo se multiplicaron. Unas veces por teléfono y otras en su casa. La objetividad de una entrevista se veía comprometida cada vez más por las confesiones personales, con opiniones que sólo pertenecían al dominio del gusto y que jamás hubiera expresado en público.

Quería ser el mejor escritor mexicano y combatió, con el ejemplo, el estúpido prejuicio que distingue entre literatura y literatura femenina. Tuvo el valor de convocar a todos sus ángeles y demonios a la misma mesa y hacer del aquelarre un festín de imaginación.

-Inés, ¿hay escritoras y escritores?
Hay escritores, las mujeres estamos haciendo muy mal en decir: "la mejor escritora", "es de las mejores escritoras". Yo no soy escritora, yo no quiero ser una de las mejores escritoras. Quiero ser uno de los mejores narradores de México junto con los hombres, yo creo que las mujeres nos estamos discriminando solas. A mí me interesa mucho saber qué piensa un hombre y si les suceden las mismas cosas que les suceden a las mujeres, pero esto a las mujeres parece interesarles poco o no lo dan a conocer. A mí las escritoras que me importan no me importan porque laven platos, lo que me interesa saber qué les sucede cuando los lavan.

Inés mostró que la vida y la literatura sólo son posibles y verdaderas en la libertad y el diálogo. Lo logró con sus amigos y con sus personajes, esos seres de tan difícil libertad. Con involuntaria pedagogía enseñó que no hay artista sin mirada visionaria y oídos abiertos. Sabía escuchar y transformaba en luz las historias opacas de otros, a quien no dejó de escuchar con atención y sorpresa: "en la historia desordenada de alguien hay que poner un orden, es uno de los motivos de mis cuentos".

Sabia y vital, profundamente vital, supo y reconoció que "la literatura no le ha dado un orden a mi vida sino que la ha hecho posible, sin literatura yo no puedo vivir". Hubo quienes vieron en su obra nuestro lado perverso, eso que otros nombraron la literatura del mal. No discrepo, nos arrojó en la cara, con su mejor sonrisa, lo que somos. Cada página es un espejo que nos muestra esa vida que presentimos, que deseamos, con que soñamos y que deshacemos con repulsión todos los días.

La penúltima vez que me despedí de Inés fue en su casa, después de una cena donde un conjunto de amigos escuchamos un diálogo luminoso, apasionado, intenso que sostuvo con Juan Vicente Melo. Otra vez multiplicó su juventud y su infancia ("Mis fuerzas de niña, que fueron las mejores..."). Nos recordó que la memoria, la imaginación y la literatura poseen también "la inexpresable ambigüedad de la existencia".

"Elegir la infancia, escribió, es, en nuestra época, una manera de buscar la verdad, por lo menos una verdad parcial. Ya no orientamos nuestras vidas hacia el merecimiento de un paraíso trascendente, sino que damos trascendencia a nuestro pasado personal y buscamos en él los signos de nuestro destino. Es evidente la pobreza relativa de ésta aventura enmarcada sin remedio dentro de las limitaciones de cada uno y de la infancia misma; salta también a los ojos la nueva limitación que le impone la moda del análisis psicológico, pero a pesar de todo, al interpretar, inventar y mitificar nuestra infancia hacemos un esfuerzo entre los posibles, para comprender el mundo en que habitamos y buscar un orden dentro del cual acomodar nuestra historia y nuestras vivencias."

Esta introducción que Inés Arredondo hizo a la serie de conferencias que Joaquín Mortiz editó bajo el título Los narradores ante el público (Joaquín Mortiz, 1966), define en gran parte una posición frente a la literatura, el valor de las historias, su concepción del personaje y la personalidad de uno de nuestros cuentistas más importantes, imprescindible.

Vida y literatura se funden como vocación: "si creo que en la vida es posible escoger entre el total informe de sucesos y actos que vivimos, aquellos pocos e insustituibles con los cuales se puede interpretar y dar sentido a la vida, creo también que ordenar unos hechos en el terreno literario es una disciplina que viene de otra más profunda en la cual también lo fundamental es la búsqueda de sentido. No sentido como anhelo, dirección o meta, sino como verdad o presentimiento de una verdad".

-¿Qué funda la infancia?
En mi la infancia ha fundado totalmente una utopía. Así la viví y aún la vivo. Completamente. Fue como un sueño, casi como un sueño. Es por eso que he podido vivir. Mi infancia es fundamental, lo es para todos, pero la mía fue muy especial. Fue al lado de hombres creativos y en cierto modo artistas. La infancia en casa de mis abuelos, es lo que me ha sostenido durante toda la vida...

Como sucede en la obra de Jesús Gardea, en la de Inés Arredondo, el sol es un elemento fundamental. Corazón de luz en la paleta de donde toma los colores de su paisaje aunque este no corresponda, por lo general, a una locación concreta, ni ceda a la tentación de crear un lugar mítico como Placeres o Cómala. El espacio físico en su obra guarda una constante contigüidad con una naturaleza dócil que rodea la vida doméstica pero también inhóspita, rebelde y hostil que pesa sobre los hombros de sus personajes.

Supongo que esa patria infantil tiene lugar en Eldorado (entre el mar y la margen norte del río San Lorenzo), un lugar que es resultado de la voluntad y el trabajo, de la fortaleza capaz de hacer posible ese viejo sueño de la tierra prometida: "dos hombres locos, relata Inés, padre e hijo, en dos generaciones; inventaron un paisaje, un pueblo y una manera de vivir. Mi abuelo fue cómplice de los dos, y trazó y sembró con sus manos las huertas que yo creí que habían estado allí siempre. El ayudó con toda su vida a lograr la realidad inventada que yo viví. Y que fue hecha para eso, para vivirla y no para hacer literatura, lo sé. Pero cuando uso esa realidad es con la conciencia de que tiene un peso real por sí misma aparte del que pueda tener en mi vivencia".

-Eso quiere decir que la ciudad de México no la motiva como paisaje de sus personajes...
No es eso. Lo que pasa es que conozco mejor la provincia aún cuando he pasado la mayor parte de mi vida aquí, en la capital. En la provincia la gente está más viva, las historias de cada quien forman como un patrimonio colectivo. En cambio la ciudad de México es fría, sólo nos reunimos con un propósito muy definido porque las distancias son muy grandes. Por ejemplo, tú, ¿tendrás la heroicidad para venir a verme sin la intención exclusiva de hacerme una entrevista? ¿Cuándo vendrás aquí de nuevo, con el único objeto de que nos volvamos a ver?

-Su infancia se caracterizó también por la lectura. Se suele afirmar que una mujer que lee, es una mujer que se refugia de algo o de alguien. ¿En su caso, esto es cierto?
Tal vez. No lo sé muy bien. Pero recuerdo, cuando niña, a los ocho años mi padre me regaló cincuenta volúmenes de la colección Austral. Los fui leyendo uno por uno, aunque no entendiera. Un vicio por leer. Cosa curiosa en una familia donde éramos siete hermanos, yo la mayor. Creo que entonces les tenía miedo porque correteaban y peleaban tanto, que yo prefería un rincón, que me dejara en paz y leer. Después estudié literatura, me casé, tuve a mi hija mayor, luego tuve una pérdida muy grande y ahí comencé a escribir para vencer al dolor. Trataba de traducir del francés cuando empecé a hacer otra cosa. Una cosa que al principio no sabía qué era y que resultó mi primer cuento: “El membrillo”, con ese cuento llegó ese don inexplicable que es la escritura.

-La vida, su vida, reclamó entonces la presencia de la literatura...¿Se combinan, en su caso, vida y literatura se funden?
La literatura no le ha dado un orden a mi vida sino que la ha hecho posible, sin literatura yo no puedo vivir. Las historias de mi infancia no tienen que ver con mi literatura, tienen que ver conmigo como escritora... pero no con mi literatura. Me interesa contar una historia, hacerla que trascienda a sí misma. Esa es mi meta. No me importa si sucedió o no. Si un pedazo de historia real me sirve lo uso y lo demás lo desecho... Yo quiero obedecer ese mandato de orden de las cosas en mis cuentos. Por eso digo a veces que en la historia desordenada de alguien hay que poner un orden, es uno de los motivos de mis cuentos. Las historias no se dan seguidas, se dan a saltos, entonces hay que atrapar el salto que es esencial, para con él hacer una nueva historia aunque se sea infiel a la historia verdadera. Otro camino es inventarlo todo, hacer una historia con la obsesión que uno tenga. Hay otros cuentos que no son tan inventados, tan alambicados, majados, sino que vienen de historias verdaderas, ésos son los que me salen mejor porque como sé la historia, sólo tengo que buscar la señal para contarla. Sé muchas historias, lo que no tengo para ellas es la señal. Por eso escribo poco, porque yo tengo que recibir el tono del cuento, eso no lo puedo inventar yo. Se me da y se me da generalmente en una frase que empieza a movilizar todo el pensamiento del cuento, entonces surge la dificultad de buscar quién va a contar el cuento y empezar a hacerlo con el tono que me fue dado, si la frase originaria sale del texto no importa, ya le dio el tono...

-Me sorprendió la crudeza y lo bello del cuento “Opus 123”, ¿es una de las historias conocidas sobre las que encontró una señal?
Sí. Toda la historia es inventada. Aunque de pequeña oí que decían que a la vuelta de la esquina vivía un pianista que fue muy famoso, que para no molestar se la pasaba tocando un piano sordo, sobre un teclado sin música para no perder la agilidad de sus dedos. Parecía que tenía problemas de homosexualidad, aunque nunca se dijo, creo que era eso. Fue todo lo que yo supe, y que no se dejaba ver por nadie. Vivía solo al fondo de su casa con su teclado.

-Inés, usted ha señalado que no cree en los determinismos, ni en los geográficos, ¿este personaje los padece?
No, si el hubiera tenido un poco de valor se hubiera salvado pero era débil y la madre lo acabó de rematar, lo acabó de por vida cuando le confesó que se lo había llevado a Europa para evitarle al padre la vergüenza de tenerlo a su lado, y no por él. Eso lo mató, ya no quiso salir de ahí, o ya no pudo.. más bien creo que no pudo porque había estado sometido toda la vida a la tutela de la madre. No creo en el determinismo, pudo ser otra historia, pero otra también la historia del personaje.

-La pasión, el amor, el mal, la pureza, la prostitución son algunos de los temas en sus cuentos…
Todos esos temas y además agrega uno que se te olvidaba, el de la muerte. El amor pasión muchas veces termina con la muerte, las pasiones exaltadas tienen esa marca, que, aunque no se produzca la muerte, está presente. Ahora, desde “El membrillo”, mi primer cuento, hasta el último que cierra Los espejos, “Sombra entre sombras”, lo que yo quería saber era qué era la pureza y qué la prostitución. Eso era una idea muy fuerte para mí, como dice Juan García Ponce, los verdaderos escritores, espero contarme entre ellos, viven siempre de obsesiones. En “El membrillo” uno de los personajes nos habla de la dificultad del mundo, de su imperfección, la inocencia se ha perdido, la pureza no, y en el último cuento invento cuanta barbaridad se puede inventar para llevar hasta sus últimos límites ésta inquietud mía, para decir si ésta mujer es una prostituta, pero no, sigo con la duda, porque ella hace toda esa serie de aberraciones, o se presta a ellas, por amor, entonces yo todavía no me atrevo a juzgarla... Muchas veces encontramos la pureza en el corazón del perverso, de la perversión misma. Y, déjame decirte... a veces la locura es el espacio de la iluminación, ahí encontramos una intimidad que por lo general pasa desapercibida, pero también está ligada a esa idea del mal, que tanto nos atribuyen a Juan Vicente, a Salvador (Elizondo), a Juan (García Ponce) y a mí. No digo que el mal no exista en mi literatura, pero existe como el mecanismo más eficaz para devolverle la pureza a alguno de mis seres.

-¿El camino de la purificación empieza cuando se termina el temor a la muerte..?
Realmente no lo sé. De mis personajes sé poco, lo que me van dejando ver. Me van dejando una brecha para seguirlos, yo no los obligo a nada, ellos saben sus destinos y sus historias... Se suele decir que los enamorados temen a la muerte, sin embargo cuando el amor se emprende místicamente ese temor, y la muerte misma, se superan, y esa es una de las formas de la pureza: cuando dos seres que se aman hablan el mismo idioma y se forma una sola alma....

-¿Esto significa asumir la escritura como una lectura?
Sí, precisamente.

-Inés, ¿por qué una obra tan breve?, ¿qué esperamos después de Los espejos?
A Rulfo le llevó sólo un libro de ventaja, y mi pequeño libro sobre Jorge Cuesta, al que nadie le hace caso más que los cuestianos, que somos muy pocos. Respecto a lo que sigue, no sé. Como ya te dije que me soplan... bueno, yo le digo de otra manera pero es más cursi porque digo que a mí me escupe el espíritu santo, pero como el espíritu santo es una paloma y las palomas no tienen saliva, me escupe muy de vez en cuando, entonces yo tengo que esperar la señal. Además necesito que me cuenten historias y yo llevo diez años (estamos en 1989, aún no se prefiguraba la idea de que estas entrevistas integraran un conjunto) sin tener una vida social, entonces no sé historias.

-¿No le funcionan las historias de los periódicos?
Puede ser, creo que sí, pero los periódicos sólo cuentan los hechos sangrientos, no cuentan otro tipo de historias y yo con lo criminal no voy... ¿en qué sección de un periódico crees que encontraría historias para contar?... no hay, y para contar hechos de sangre... ya es bastante negro nuestro panorama, es suficiente vivirlo para además escribirlo.... Además lo que busco es difícil de encontrar en una nota de periódico porque lo que busco está en el interior del personaje, en sus raíces afectivas más profundas. Aún en mis historias infantiles ésta búsqueda está presente. Son seres reales y no los presentó como categorías abstractas. Si algo significan, es por su indefectible individualidad. Las vicisitudes cotidianas y sociales no me importan demasiado.

-En los cuentos de sus tres libros hay un conjunto de recurrencias temáticas, de personajes, de ideas que si se retomaran en función de su parentesco permitirían la posibilidad de pensarlos novelísticamente ¿Por qué no ha explorado en la novela?
-Si lo he intentado, pero no quedo conforme. Hay un espíritu de síntesis que me lleva a percibir lo escrito como demasiado holgado, con mucha paja. Como has anotado la recurrencia temática, los ecos entre algunos cuentos permitirían hacerlo. Te confieso que hay dos cuentos incluidos en La señal, Estío, con el que abro el libro y El Arbol que guardan un parentesco del que llegué a pensar en términos de novela. Sin embargo en el orden del libro no los acomodé cronológicamente para que no resultara obvia la continuidad temporal que los une. En El árbol la mujer recientemente viuda de Luciano Armenta ha quedado suspendida en su dolor con su hijo Roman de cuatro años, fecha significativa que será retomada al inicio del cuento titulado Estío, cuando su hijo Román ya entrada la adolescencia comparte su amistad con Julio un amigo con el que se establece una tensión erótica en la que se mira el abismo del incesto, y Julio, que en verdad la desea, no es más que el reflejo de ese hijo que ella quiere demasiado cerca.

-Al leer Los espejos, me di cuenta de que viví los cuentos como una experiencia, no podía soltarlos... no cabía la interpretación sino la vivencia...
Yo no quiero interpretar, yo quiero que libremente el lector sienta algo ante esa historia, por eso hablo de trascendencia. No hablo de una trascendencia celeste sino inmanente, quiero que el lector reciba algo más de lo que yo le estoy ofreciendo. Si se cumple soy feliz, sino se cumple me da mucha tristeza.

-¿Cuál es el punto de vista narrativo que le ha parecido más atractivo en sus cuentos?
Hay uno que se llama Los hermanos, ese cuento no tiene narrador, es el más difícil, porque aunque lo cuenta ella, no lo puede explicar y nadie lo puede explicar, es un cuento que no tiene narrador.

-¿Sarah..?
Bueno, Sarah es un ensayo para buscar nuevas formas de expresión narrativa; Sarah y De amores. Sarah es un cuento que a mí me gusta mucho, está en cursivas porque quiero que le dé distancia, pero Sarah no me costó trabajo, ella estaba en el centro, muy segura, y ella sabía lo que contestaba. Yo tenía que hacer esfuerzos para preguntar, pero no para que la protagonista de Sarah hablara, ella hablaba y hubiera podido hablar más.

-Le confesaba que en la primer lectura los cuentos fueron para mi, más una experiencia que una interpretación, en el caso del escritor que los elabora esa experiencia ¿está planteada estructuralmente?
No, está deseada. Para las personas que no leen mis cuentos como historias, se convierten en experiencias que además sirven en determinados momentos para entender otras cosas, otras almas, otras circunstancias, pero aunque no sirviera para nada, la sola experiencia de vivir un acto de la vida diaria más allá de la experiencia cotidiana, me importa mucho y me siento feliz que los lectores me lo digan.

-¿Hasta dónde se puede calcular esa intención?
Pues sólo hablando con la gente y si su respuesta es afirmativa me felicito porque ya hubo alguien para quien yo escribí los cuentos y si ese alguien se pluraliza, yo feliz. Me han acusado de que mi prosa es muy cerrada. Yo creo que eso no es una acusación, porque lo que mi prosa quiere es ser perfectamente justa con lo que está sucediendo y con lo que piensan los personajes. No quiero que haya palabras de más ni palabras de menos ni me quiero meter en sus asuntos, y los calificativos que los pongan ellos y los verbos que los pongan ellos y yo, a economizar lenguaje para que puedan expresar más. Finalmente lo que más me interesa son los lectores, porque sólo ellos, no la crítica, me van a decir si sintieron algo fuera de lo común.

Aún cuando trate una materia, esencialmente polémica, como la crítica literaria, Arredondo insiste e insiste en los recuerdos de la infancia que son paradigma moral y ejemplar legado. Si habla de los críticos, sus preferencias y fobias, también se remite a Eldorado, caldero de recuerdos, monumento de la ejemplaridad que contrasta con el paisaje moral urbano, desfile de apariencias: "descubrí un día que en ningún lugar de México la gente se viste así, ni vive así, ni quiere la cosa fundamental que en Eldorado se quería: el lujo de hacer, no el lujo de tener, de hacer una manera de vivir"... Me parece , escribe, que en México cada uno se exige por debajo de sí mismo y así se malea muy pronto; apenas pasados los treinta años un "alguien" de México es mucho menos que él mismo a los veinte".

Una tarde nos reunimos para conversar. Me dijo que quería intentar nuevos caminos, alejarse del binomio pureza/prostitución, que la había dotado de ideas nuevas a partir de viejas preocupaciones. Enfrentaba un camino que consideraba peligroso pero planeaba continuar su trabajo literario con el estímulo, más moral que económico, que representaba la posibilidad de recibir una beca del gobierno mexicano. En esa tarde de julio escribió las líneas de un proyecto que cancelaría su repentina muerte en noviembre de 1989. Inés dijo y escribió: "Deseo seguir buscando, con formas quizá nuevas, lo mismo que he buscado hasta ahora, con el propósito de que esa búsqueda se de en otros terrenos que no sean los de la pareja amorosa, que ha dominado casi por entero mi obra. Me es muy difícil especificar cuales son mis aspiraciones y aunque tengo la esperanza de que se traduzcan en alguno de mis cuentos, intentaré plantear, con la mayor brevedad posible las preocupaciones que les dan origen.

"Quisiera que en mis historias, más allá del relato, de los hechos que se suceden en el marco del espacio y el tiempo ficticios, hubiera alguna grieta, un espacio que comunique al narrador y al lector que con él colabora, al adentro en el que se produce el misterio, usar como instrumento lo que se relata para encontrar el otro lado de lo mismo para que tenga diferente sentido, tan real como desconocido, que dé luz, que sea una señal. No creo que ésta búsqueda lleve con frecuencia a signos alegres o positivos pero aspiro a que den a los planos de las historias contadas y que vivimos, un hálito de trascendencia inmanente. Cómo se verá, aunque con excepciones, mi centro es el hombre, sus circunstancias y sus sentimientos".

¿Qué pasó con el ámbito idílico de El dorado? Quedó atrás cuando Inés partió a Guadalajara a estudiar la preparatoria. Después, la historia es conocida: hizo una licenciatura en filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y una maestría en Literatura. Participó en el Centro Mexicano de Escritores, en la promoción 1961 a 1962 y formó parte de un conjunto de escritores (Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, Juan José Gurrola, Huberto Batis) que aglutinó la Revista Mexicana de Literatura. Se casó con el escritor Tomás Segovia y tuvieron tres hijos: Inés, Ana Paula y Francisco.

La enfermedad fue uno de los horizontes de su infancia. Fue un malestar que se prolongó hasta su muerte. Las múltiples operaciones que intentaron resolver un problema en su columna fracasaron y debió permanecer atada a una silla de ruedas. En 1972, unió su vida al médico Carlos Ruiz Sánchez, su compañero último, presencia incondicional y amorosa que mantuvo vivo el júbilo creador de Inés.

Entre sus obras fundamentales están: La Señal, México, ERA, Colección Alacena. 1965, Río Subterráneo, Joaquín Mortiz, Nueva narrativa mexicana, 1979,Acercamiento a Jorge Cuesta, SepSetentas-Diana, 1982, Historia verdadera de una Princesa, (cuento para niños). México, CIDCLI, SEP, Reloj de cuentos, 1984, ElDestino, (cuento para niños), SEP, Colibrí, Enciclopedia Infantil, Vol. V. fascículo 72, p.p. 1137-1152, 1985, Los Espejos, Joaquín Mortiz, Serie del Volador.1988, Obras completas. Siglo XXI editores/DIFOCUR, Sinaloa. 1988. (Esta edición reúne sus tres libros de cuentos, un texto leído en el ciclo Los narradores ante el público y el ensayo sobre Jorge Cuesta, sin embargo no recoge los cuentos infantiles referidos líneas arriba ni el cuento La cruz escondida, publicado en la revista de la Universidad. La edición se completa con dos ensayos: Inés Arredondo: la dialéctica de lo sagrado de Rose Corral y La pareja y la mirada transgredida en Mariana, de Inés Arredondo de Rogelio Arenas Monreal).

-Una última pregunta, ¿ser un profesional de la literatura o un oficiante?
Escribir es un oficio, absolutamente un oficio...


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